En busca del tiempo perdido, Marcel Proust

“A la sombra de las muchachas en flor”

“No hay hombre –me dijo-, por sabio que sea, que en alguna época de su juventud no haya llevado una vida o no haya pronunciado unas palabras que no le gusta recordar y que quisiera ver borradas. Pero en realidad no debe sentirlo del todo, porque no se puede estar seguro de haber llegado a la sabiduría, en la medida de lo posible, sin pasar por todas las encarnaciones ridículas u odiosas que la preceden. Ya sé que hay muchachos, hijos y nietos de hombres distinguidos, con preceptores que les enseñan nobleza de alma y elegancia moral desde la escuela. Quizá no tengan nada que tachar de su vida, acaso pudiesen publicar sobre su firma todo lo que han dicho de su existencia, pero son pobres almas, descendientes sin fuerza de gente doctrinaria, y de sabiduría negativa y estéril. La sabiduría no se transmite, es menester que la descubra uno mismo después de un recorrido que nadie puede hacer en nuestro lugar, y que no nos puede evitar nadie porque la sabiduría es una manera de ver las cosas. Las vidas que usted admira, esas actitudes que le parecen nobles, no las arreglaron el padre de familia o el preceptor: comenzaron de muy distinto modo, sufrieron la influencia de lo que tenían alrededor, bueno o frívolo. Representan un combate y una victoria. Comprendo que ya no reconozcamos la imagen de lo que fuimos en un primer período de la vida y que nos sea desagradable. Pero no hay que renegar de ella, porque es un testimonio de que hemos vivido de verdad con arreglo a las leyes de la vida y del espíritu y que de los elementos comunes de la vida, de la vida de los estudios de pintor, de los grupos artísticos, si de un pintor se trata, hemos sacado alguna cosa superior.”

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Memorias de Adriano

«Experiencia con el tiempo: dieciocho días, dieciocho meses, dieciocho años, dieciocho siglos. Inmóvil permanencia de las estatuas que, como la cabeza de Antínoo Mondragón en el Louvre, viven aún en el interior de ese tiempo muerto. El mismo problema considerado en términos de generaciones humanas: dos docenas de pares de manos descarnadas, unos veinticinco ancianos bastarían para establecer un contacto ininterrumpido entre Adriano y nosotros.»  Yourcenar Marguerite, Notas a Memorias de Adriano.

Fragmentos de Memorias de Adriano

«Querido Marco:

He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de una hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. Haya paz… Amo mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios. Pero ya no cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha ido a buscar a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas fórmulas de aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe muy bien cuánto detesto esta clase de impostura, pero no en vano ha ejercido la medicina durante más de treinta años. Perdono a este buen servidor su esfuerzo por disimularme la muerte.»[…]

En las horas de insomnio andaba por los corredores de la Villa, errando de sala en sala, turbando a veces a un artesano que trabajaba para colocar un mosaico en su sitio. Estudiaba al pasar un sátiro de Praxiteles, y me detenía ante las efigies del muerto. Cada habitación tenía la suya, así como cada pórtico. Con la mano protegía la llama de mi lámpara, mientras rozaba con un dedo aquel pecho de piedra. Las confrontaciones complicaban la tarea de la memoria; desechaba, como quien aparta una cortina, la blancura del mármol de Paros o del Penélico, remontando lo mejor posible de los contornos inmovilizados a la forma viviente, de la piedra dura a la carne. Continuaba luego mi ronda; la estatua interrogada volvía a sumirse en la noche, mientras mi lámpara me mostraba una nueva imagen a pocos pasos; aquellas grandes figuras blancas no diferían en nada de los fantasmas. Pensaba amargamente en los pases con los cuales los sacerdotes egipcios habían atraído el alma del muerto al interior de los simulacros de madera que emplean para su culto. Yo había hecho como ellos, hechizando piedras que a su vez me habían hechizado. Nunca más escaparía a ese silencio, a esa frialdad más próxima a mí desde entonces que el calor y la voz de los vivos; contemplaba rencorosamente aquel rostro peligroso, de huyente sonrisa. Y sin embargo, horas después, mientras yacía tendido en mi lecho, decidía ordenar una nueva estatua a Pappas de Afrodisia; le exigiría un modelo más exacto de las mejillas. Allí donde se ahondan apenas bajo la sien, una inclinación más suave del cuello hacia el hombro; a las coronas de pámpanos o a los nudos de piedras preciosas, sucedería el esplendor de los rizos desnudos. Jamás dejaba de hacer ahuecar aquellos bajorrelieves o aquellos bustos para rebajar su peso y facilitar su transporte.

 

 

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La atención total, Marguerite Yourcenar

La atención total/ Ver lo que ocurre fuera y dentro nuestro/ El mínimo detalle y el valor de extrema realidad/

Texto Tántrico de Cachemira: «Que el espíritu enfocado sobre una cosa no le abandone demasiado rápido para orientarse hacia otra» En toda emoción, en toda sensación hay un margen, lo que se denomina el «discurso del desgarro» en la pintura de Rembrandt donde la línea nunca es rígida, donde se percibe esa especie de imperceptible cambio […] y eso es verdad en todas las circunstancias de la vida. La gente que piensa de manera convencional no ve este margen, saltan de un tema a otro sin reflexionar sobre el aura, el margen que encierra cada sensación. «En la ansiedad, en el terror- y el autor añade jocosamente- en el estornudo, cuando estamos suspendidos sobre un precipicio, cuando huyamos de un peligro, cuando sentimos una viva curiosidad, en el momento en que se despierte o se sacie el hambre la existencia se revela». De nuevo estamos ante el pasaje de una sensación a otra, una cosa tan importante, que el escritor convencional falla[…] «Sentado o tumbado evocar con intensidad su propio cuerpo como privado de soporte» Es decir, uno se cree firmemente establecido en algo pero no lo está, firmemente en nada en lo absoluto, nuestros caracteres, nuestros personajes tampoco. No hay que olvidar este elemento básico de la inestabilidad, bajo la estabilidad, la verdad tiene ese precio […] «Prestar atención a lo  incognoscible, a lo inapreciable del vacío, de todo lo que jamás accederá a la existencia» en efecto detrás de cada situación, detrás de cada ser están todas las virtualidad y posibilidades que todavía no se han revelado o que quizás no se revelarán nunca pero que están ahí y que le enriquecen sin que lo sepa y siempre es algo en lo que tenemos que pensar por ejemplo nosotros para las novelas, los personajes […] No se debe fijar el pensamiento, antes he hablado de fijar la atención, eso sí, pero el pensamiento no…

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La noche cíclica, Borges

LA NOCHE CÍCLICA

A Sylvina Bullrich

Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:
los astros y los hombres vuelven cíclicamente;
los átomos fatales repetirán la urgente
Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras.

En edades futuras oprimirá el centauro
con el casco solípedo el pecho del lapita;
cuando Roma sea polvo, gemirá en la infinita
noche de su palacio fétido el minotauro.

Volverá toda noche de insomnio: minuciosa.
La mano que esto escribe renacerá del mismo
vientre. Férreos ejércitos construirán el abismo.
(David Hume de Edimburgo dijo la misma cosa).

No sé si volveremos en un ciclo segundo
como vuelven las cifras de una fracción periódica;
pero sé que una oscura rotación pitagórica
noche a noche me deja en un lugar del mundo

que es de los arrabales. Una esquina remota
que puede ser del Norte, del Sur o del Oeste,
pero que tiene siempre una tapia celeste,
una higuera sombría y una vereda rota.

Ahí está Buenos Aires. El tiempo que a los hombres
trae el amor o el oro, a mí apenas me deja
esta rosa apagada, esta vana madeja
de calles que repiten los pretéritos nombres

de mi sangre: Laprida, Cabrera, Soler, Suárez…
Nombres en que retumban (ya secretas) las dianas,
las repúblicas, los caballos y las mañanas,
las felices victorias, las muertes militares.

Las plazas agravadas por la noche sin dueño
son los patios profundos de un árido palacio
y las calles unánimes que engendran el espacio
son corredores de vago miedo y de sueño.

Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras;
vuelve a mi carne humana la eternidad constante
y el recuerdo ¿el proyecto? de un poema incesante:
«Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras…»

Jorge Luis Borges, 1940

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